Palestina: soplan vientos de cambio


Por David Karvala. El pueblo palestino lleva casi cien años sufriendo la gradual pérdida de su tierra, y resistiéndose como puede. Se ha escrito y debatido mucho sobre las posibles soluciones al conflicto. Ahora —con las revueltas en el mundo árabe, el movimiento ‘indignado’ en Israel, y otras muchas cosas— la situación está más agitada que nunca.
No podremos ubicarnos si no combinamos el análisis teórico general, de Palestina y el sionismo, con una clara visión de la situación actual.

El problema es el sionismo

Se dice que el conflicto palestino es complejo, pero en realidad es muy sencillo. Se trata de un problema colonial; la única solución es la descolonización. Miremos por qué.
El sionismo, la base ideológica de Israel, surgió a finales del s.XIX con la idea fatalista de que el antisemitismo —el odio a los judíos— era inevitable e invencible, con lo cual la única solución era crear un Estado exclusivamente judío. El sionismo sólo pasó a ser mayoritario entre la gente judía del mundo tras el Holocausto nazi.
Mucha gente progresista —judía o no—defendió la creación de Israel, con sus kibutz, o comunas, y su promesa de igualdad social… entre los judíos. Pero desde el principio, el Estado de Israel se basa en la limpieza étnica. Se estableció en 1948 —con el apoyo tanto de EEUU como de la URSS— expulsando de su tierra a gran parte de la población palestina, que son refugiados desde entonces. Los pocos que no fueron expulsados se convirtieron en ciudadanos de cuarta clase, careciendo de los avances sociales y económicos de los que tanto se jacta el Estado israelí.
Los de primera clase eran los de origen europeo, los askenazi, el grupo que proporcionó los primeros estadistas y generales. Los de segunda eran los judíos procedentes de los países árabes, los mizrahi, y los de tercera, los de Etiopía. Así que los ciudadanos palestinos de Israel ocupaban el último peldaño de una sociedad que reproducía muchos aspectos del apartheid de Sudáfrica.
Asimismo, el 22% de la Palestina histórica que Israel no había ocupado en 1948 —Cisjordania y Gaza— lo tomó en la guerra de 1967. A partir de aquí, el movimiento palestino creció bajo la forma de Fatah y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Liderados por Yaser Arafat, iniciaron una lucha guerrillera, pero era imposible derrotar así al principal aliado de EEUU, que recibía de occidente miles de millones de dólares al año en subvenciones y todo el armamento que podía disparar. Aún más cuando los dictadores árabes, que tanto proclamaban su solidaridad con los palestinos, en realidad eran también aliados de EEUU.
Ante el fracaso de la lucha armada, a principios de los años 90, Arafat y su círculo optaron por el llamado ‘proceso de paz’. Éste no ha traído paz y aún menos justicia. Gaza lleva años sufriendo bombardeos y un estado de sitio. En Cisjordania, Israel construye colonias ilegales con bases militares; encarcela a miles de personas… El alto y terrible muro de la vergüenza trocea el territorio, separando a la gente de sus tierras.
Es evidente que Israel no tiene la menor intención de volver a las fronteras de 1967, que es la máxima aspiración de los negociadores de la OLP. Y aunque lo hiciera, esto dejaría abandonados en sus campos a los millones de refugiados palestinos: no cabrían dentro de estas pequeñas parcelas de tierra. Asimismo, el millón y medio de palestinos dentro de Israel seguirían viviendo bajo el sistema de apartheid.

Una solución: revolución

La alternativa —tanto a la lucha guerrillera como a la negociación— se presentó ya en los años 40.
Tony Cliff, palestino judío y marxista revolucionario, argumentó que no se trataba de dónde poner la línea entre los sionistas y los árabes, sino que el problema era el propio proyecto de crear un Estado exclusivista en una tierra ocupada de Oriente Medio. Israel sería, en realidad, una base militar irremediablemente ligada al imperialismo occidental. Cliff vio que, lejos de ser la salvación para los supervivientes del Holocausto, el Estado sionista era una trampa mortal; un desastre no sólo para los palestinos, sino también para los judíos.
No había una solución fácil. En principio, Cliff abogó por la lucha unitaria entre judíos y árabes, pero con poquísimas excepciones, los judíos apoyaron al sionismo y tras 1948 se convirtieron en la capa superior de un país colonial. Los palestinos solos no podían ganar.
Cliff argumentó que la solución debía surgir de la creciente clase trabajadora árabe, especialmente la egipcia, que ya había protagonizado importantes luchas. Una revolución socialista y antiimperialista en los países árabes vecinos podría resolver tanto la cuestión palestina como sus propios problemas sociales y económicos. Se podría así derrotar al sionismo y establecer un solo Estado donde árabes y judíos viviesen en condiciones de igualdad, como parte de un Oriente Medio muy diferente al actual.
Cliff no quiso formar parte del Estado israelí en ciernes, y en 1946 abandonó Palestina y se fue a Gran Bretaña, donde acabaría fundando la corriente revolucionaria de la que En lucha forma parte. Seis décadas más tarde, su análisis se mantiene vigente. En cambio, los comentaristas que siguen los tópicos del momento han visto que sus ‘análisis’ se esfuman de la noche a la mañana.

El mundo sigue girando

Sigue siendo cierto que la única solución es un solo Estado en Palestina, pero hay muchos elementos nuevos que deben tenerse en cuenta.
Primero, desde 2005, existe un importante movimiento internacional que lucha por el Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS) contra el Estado de Israel. Respondiendo a una llamada de casi toda la sociedad civil palestina, esta campaña ya está ganando victorias, y ayudando a superar el aislamiento del pueblo palestino.
Las demandas consensuadas de la campaña de BDS son: el final de la ocupación y del muro; la igualdad de derechos de la ciudadanía palestina en Israel; y el derecho de retorno de los refugiados. De hecho, si se cumpliesen estas demandas —todas ellas basadas en el derecho internacional— Israel dejaría de ser lo que es: la vuelta de los refugiados, bajo condiciones de igualdad, implicaría el final del sistema actual de apartheid.
Pero mientras la campaña de BDS conciencia a mucha gente, no puede derrotar al sionismo; hacen falta fuerzas más grandes.
Estas fuerzas ya son visibles, en las revoluciones del mundo árabe. Sobre todo, en la magnífica clase trabajadora egipcia, que está demostrando su capacidad de lucha por mejoras sociales y económicas, y su solidaridad con la causa palestina. Desde la caída de Mubarak, se ha cortado el suministro de gas subvencionado a Israel y se está juzgando a los que firmaron el contrato. Hace unas semanas, las protestas contra la embajada sionista en el Cairo dieron un paso más: ocuparon el edificio, sacaron documentos comprometedores y quemaron la bandera.
Increíblemente, la ‘primavera árabe’ ha encontrado su eco dentro de Israel: hace meses surgió un masivo movimiento de ‘indignados’ en el país, el #J14, principalmente entorno a la cuestión de vivienda digna. Ha provocado fuertes debates y mucha confusión. Algunos lo celebran sin más, obviando el hecho de que, hasta ahora, el #J14 —o al menos su dirección no elegida— ha hecho todo lo posible por censurar cualquier mención a la principal injusticia de Israel, que es la situación del pueblo palestino.
Alguna gente solidaria con Palestina, viendo esta actitud, tacha al #J14 de irrelevante y de una mera disputa interna del sionismo. Pero cuando centenares de miles de ciudadanos israelíes salen a la calle para denunciar la corrupción y desigualdad reinantes en su país, algo está pasando. El #J14 ya ha dejado claro que Israel es una sociedad con fuertes tensiones sociales; tanto de clase social como de opresión nacional. Algunas protestas han unido a árabes y judíos pobres (especialmente mizrahi), por cuestiones sociales. Dentro del movimiento hay sectores de la izquierda anticapitalista que insisten en que la exigencia de justicia social no puede excluir al pueblo palestino. (La declaración de la Asamblea de Barcelona del movimiento 15-M y la Red Solidaria contra la Ocupación de Palestina va en este sentido.)
También existe un dilema en el otro lado del muro. Mahmud Abas —‘presidente palestino’ cuyo mandato expiró hace varios años— presentó ante la ONU la demanda de reconocimiento de Palestina como su Estado número 194. Se han hecho muchas críticas válidas a este plan: es algo puramente simbólico; no solucionará los problemas reales; no se consensuó entre las diferentes fuerzas políticas palestinas…
Está por ver qué pasa con la propuesta, pero tiene dos puntos a su favor. Primero, Israel y EEUU se han vuelto locos intentando impedir que la ONU reconozca a Palestina: saben que por muy simbólica que sea, tal decisión supondría una derrota para ellos. Segundo, y quizá conscientes de esto, mucha gente en Cisjordania —e incluso en el mundo— tiene grandes expectativas y se está movilizando. Es justo que la izquierda señale los problemas y las limitaciones, pero cuando la gente se mueve, hay que estar con ellos, no quedarse al margen.
El análisis y la teoría son esenciales; son mapas náuticos que nos perfilan el océano que tenemos que cruzar y nos advierten de las rocas. Pero no nos dicen por dónde soplará el viento; esto lo tenemos que ver nosotros. Y cuando sopla, debemos decidir. ¿Nos dejamos llevar hacia donde vaya, aunque sea a un destino equivocado? ¿Nos plantamos, esperando al viento perfecto? O ¿nos ponemos a navegar, dejando que el viento que sopla llene nuestras velas, pero luchando por ir, a contracorriente si hace falta, en la dirección que nos parece la correcta?
Resumamos. Respecto a Palestina, todo está bastante revuelto, pero algo se mueve. En Europa, debemos continuar con la campaña de BDS, para presionar al Estado de Israel y expresar nuestra solidaridad con el pueblo palestino. Sin embargo, la clave para Palestina no es Europa, sino la lucha social en Oriente Medio. Y nuestra contribución más importante es la movilización social aquí, en nuestros barrios y ciudades, combinando el análisis global con una mirada local, actual y concreta. David Karvala es militante de En  Lucha.